Jaime Boleda disfrutaba con la fotografía. Sus imágenes son fruto de su conocimiento, de años de pruebas y de compartir su pasión con su familia, que a la vez eran sus modelos.

     Todo es posible en su mundo imaginario: bodegones en el comedor de casa, macros en la mesa de la cocina y toda suerte de experimentos con flores, cardos, cestas y un largo etcétera de inanimados hasta conseguir los resultados que esperaba. Pero no terminaba allí su trabajo, pues al llevar esos negativos a su ampliadora los volvía a reencuadrar para buscar la mejor opción.

Desde su atalaya de la avenida Goya, sus negativos reflejan los eventos de aquellos años de transición: ferias, fiestas y un recorrido por el día a día de la ciudad bajo su personal punto de vista.

    Su otra pasión, el excursionismo, le llevo a recorrer con su familia el Altoaragón fotografiando una cultura y unas costumbres que estaban a punto de desaparecer. Él fue uno de los narradores, con su cámara, del estado de muchos pueblos antes de su abandono.